DESDE EL PUEBLO

Aunque existe una pista forestal que permite ahorrarse la mitad del desnivel, nosotros preferimos empezar a caminar en el pueblo. No hay prisa.

El sol aún calienta la cara sur de la torre de la iglesia de San Félix. El gnomon del viejo reloj proyecta su sombra sobre la difusa marca de las IV –“el sol aquí va con una hora de retraso”, pienso–. Un perro acude curioso a conocer a los recién llegados. Olisquea a Chincheta, la felicita por su cumpleaños –“es mañana”, responde ella– y el perro vuelve a su esquina, no sin antes mear la rueda del forzudo Land Rover Santana que hay aparcado en todo pueblo pirenaico que se precie.

El agua de la fuente brota fría, riquísima. Llenamos las cantimploras y partimos por el abrupto sendero de La Lloseta, que se encarama al monte por un ancho tobogán de roca viva, entre dos campos delimitados por sendos muros de piedra seca.

UN VALLE COLGADO

Tras el intenso inicio, el GR-15 entra en la sombría de Ubaga de Viles y empieza a llanear rumbo a las Bordas de Bilsé. Al llegar a los campos, el sendero se cierra ligeramente, acosado por las barzas, que ganan terreno ante la falta de transeúntes. La inmensa mayoría se salta este sector.

Poco más allá, la senda vuelve a trepar impetuosa. Esta vez, a través de un denso bosque de pino negro. La dura pendiente y la mochila con el equipo de vivac, las vituallas y el kit de siesta –libro inductor de sueño incluido–, nos obliga a emplearnos a fondo.

Tras un período incalculable de silencio en un estado cercano al trance, despertamos en la parte alta de las murallas de roca que un rato antes nos habían parecido inexpugnables. La senda sigue reptando unos minutos por el borde del acantilado. De él nos separa una delgada línea de árboles que, sin que nadie les advirtiera, brotaron y echaron raíces al límite del abismo.

Desde el Salto de Gargalluso, que hoy baja casi seco, un último esfuerzo nos iza hasta la Colladeta de Armeña, a 1.900 m. La laguna queda un poco más abajo, enclaustrada en un escalón alargado, entre la inmensa pared de roca y el bosque que cuelga sobre el valle.

FIESTA TRANQUILA

La noche es plácida y estrellada. Sólo un corzo errante ha interrumpido nuestros dulces sueños de madrugada.

El plan del día es simple. Desayunar, leer, descansar, tomar el sol, dar vueltas a la laguna, contemplar a las mariposas bebiendo del barro, observar a las larvas de libélula, buscar una sombra, almorzar, siestear, saludar a los excursionistas, comer, soplar unas velitas...

A media tarde llega el momento de partir. La idea es descender por la senda del Barranco de Bilsé, de manera que saldrá una ruta circular y no repetiremos el itinerario de ida. Por tanto, ponemos rumbo al Refugio de Armeña, situado a poco más de 1 km de la laguna. Parece la taquilla del circo. Un rebaño de cabras la custodia, balando: "Rápido, compren sus entradas, la función está a punto de empezar".

MÁS DIFÍCIL TODAVÍA

Pero no será hoy. Dejamos la magia del circo para otra ocasión. Ahora toca volver.

Tras regar el gaznate en la rica fuente que mana unos metros por debajo del refugio, entramos en el Barranco de Riancés por una huella algo precaria. Prudentes, bajamos un centenar de metros, hasta superar el primer saliente, pero la cosa no mejora: arroyo y sendero parecen despeñarse hacia la nada.

Es fin de fiesta y a estas horas de la tarde, después de haber pasado un día de cumpleaños maravilloso, la amígdala no está de humor para ningún “más difícil todavía”. Sin dudarlo un instante, damos media vuelta y regresamos por el mismo camino por el que hemos venido: refugio, ibón, colladeta, sendero enraizado, tobogán infinito, senda de l’Aigüeta, Barbaruens.